SIN PEGAR OJO

EL HUMO / 

Miguel López-Guzmán

Para protegernos del frío hemos de volver a lo clásico, a la manta. La manta representa al invierno, los inviernos largos que excitan la sabiduría ancestral y cuasi aldeana. La manta se hace tan entrañable que abriga la conversación: uno puede "regar a manta", "tirar de la manta", o "liarse la manta a la cabeza" como final heroico.

Me gusta el invierno, me gusta el frío. Siempre fui madrugador, de los que se acuestan como las gallinas a la puesta del sol. Ayer se dejó caer una buena "pelá", la misma de la que disfruté al amanecer junto al fuego.

Habré de decirlo todo, gracias al gobierno de un tal Sánchez he vuelto, en cierto modo a los tiempos añejos tan de mi gusto. El precio de la luz así lo exige. Somos legión  los que conectamos menos la lavadora; el radiador eléctrico, apagamos la bombilla que permaneció encendida; desconectamos el calentador de agua y así tantas y tantas cosas que hasta hace poco nos hicieron la vida más agradable. La rutina de hace muy pocos meses se ve rota al margen de la pandemia, al echar igualmente de menos esos aparatos que nos han hecho la vida más cómoda devolviéndonos ante su ausencia forzada por los precios a los inicios de los años sesenta. Sí, ocurrió cuando mi madre compró la primera nevera, el novedoso televisor en blanco y negro al que acudía el vecindario como palomillas a la "pera" de luz para disfrutar de las aventuras de Perry Mason; la primera aspiradora, también la llamada Turmix, nombre genérico de las batidoras por estos lugares. Por aquellos entonces la corriente era de 125V, puede que por eso (los americanos la siguen conservando) la vecina de enfrente no se electrocutó aquel día. Día aciago en el que tocaba la lectura del contador. Eran aquellos contadores embutidos en un armarito de madera, sellados y con una mirilla de cristal por donde tomaba nota un señor casi siempre con gesto de mala leche que aparecía en bicicleta. Aquel día, a mi vecina (ocultaré su nombre) le falló el cálculo y vio venir pedaleando al empleado de la hidroeléctrica. Nerviosa, con un ataque de ansiedad, olvidó secarse las manos en el delantal. El grito fue espeluznante; ocurrió cuando trató de sacar la aguja de hacer punto que bloqueaba el paso de la rueda del consumo: la trampa en el contador. Los pelos se le pusieron como chuzos y los ojos casi se le salen de las órbitas, dejando a toda la calle sin servicio eléctrico. Bueno, aquello era lo de menos ya que la luz se iba y venía cuando le daba la real gana. A partir de aquel inoportuno accidente de la vecina renuncié de forma absoluta a tocar un cable hasta el día de hoy, por lo que puedo decir que jamás cambié unos "plomos".

Niño en aula en la actualidad

Para protegernos del frío hemos de volver a lo clásico, a la manta. La manta representa al invierno, los inviernos largos que excitan la sabiduría ancestral y cuasi aldeana. La manta se hace tan entrañable que abriga la conversación: uno puede "regar a manta", "tirar de la manta", o "liarse la manta a la cabeza" como final heroico. Esto es lo que hacen, y bien reliada la llevan y aun con el rescoldo del calorcillo de la cama, los jóvenes tras una resacosa noche de juerga. Si uno tuviera que ir a una guerra, con seguridad lo primero que se llevaría sería una manta. Mucho más triste es observar a nuestros escolares liados en una manta dentro del aula. Las medidas anticovid así lo exigen ya que las ventanas deben de permanecer abiertas, y aqui el frío dura poco, pero hace frío. Todavía suelo rascarme las orejas, un recuerdo de aquellas jornadas de candidato al bachiller elemental en los que recorría cuatro veces al día el Paseo del Malecón camino del colegio, cuando los sabañones hacían acto de presencia al igual que la escarcha que pintaba de blanco los huertos que lo flanqueaban.

Mi estufa y yo

Puesto así habré de decir que debido al Gobierno y al precio de la luz (No se me olvida el "Nucleares no, gracias") este año año adquirí una estufa de leña, muy vintage. Cierto es que el fuego embelesa y añadiré igualmente que el humo también, cuando sube y sube impregnándolo todo de aromas de hogar. Gracias a él, la otra mañana, al amanecer lo estuve observando, lo vi subir; era un humo blanco, casi una fumata vaticana que contrastaba con las sombras y primeras luces del alba, el mismo que me hizo avivar recuerdos casi olvidados, de braseros y estufas; de mantas y bufandas; de barreños de agua caliente; de fríos y pelás; de sueños sin calefacción; del calor saludable de una cama plagada de mantas y del abrazo cálido y tierno a una buena mujer. 

Miguel López-Guzmán

SUEÑOS DE CAMILLA

Miguel López-Guzmán

De una forma o de otra, la camilla puesta de "enaguas" y su brasero se resisten a morir pese al transcurrir del tiempo y al imperativo de las orgullosas chimeneas.

En mitad de la habitación reina la camilla como dueña y señora. A su alrededor se congrega la familia, larga o breve, imantados por ese calor suave y silencioso que desprende desde su interior y sube por los pies lentamente. Un tibio sopor nos invade, mientras la estancia se embalsama con el olor de un sahumerio que alguien ha espolvoreado sobre la candela.

La camilla proporciona una intimidad y una confianza encantadoras, entrañables, familiares. En torno suyo brotaban las reuniones y las tertulias del XIX, dónde se defendían los puestos en la camilla palmo a palmo. Aquellas camillas clásicas que escondían en sus entrañas los braseros de cisco y picón, que imponían el uso de toquilla en las damas, y levita y gorro de borla en los caballeros (Me parece ver aún de tal guisa al cura Maurandi en su casa de Mula) para saborear el chocolate con bizcochos o quizás picatostes. La camilla se presta a un ceremonial delicioso. Cuando alguien llegaba de fuera, era como un "formulario de etiqueta" remover el brasero con la badila excitante. Mover el brasero no consiste sólo en herir la candela con enrevesadas rubricas, sino apretarla, en darle forma piramidal, en saber moverla para que conserve el calor durante mucho tiempo. Esos tiempos que marca el reloj y que depararon braseros eléctrico o aquellas lámparas de rojo rubí que alejaban peligros de incendio y confortable comodidad sin miedo a achumarrarnos los pies por una cabezada a destiempo.

De una forma o de otra, la camilla puesta de "enaguas" y su brasero se resisten a morir pese al transcurrir del tiempo y al imperativo de las orgullosas chimeneas. Las camillas son también las delicias de los gatos y los perros. Buena señal, mejor los gatos, porque el gato, comodón y burgués por excelencia, busca siempre para descabezar el sueño los lugares más felices. La camilla congrega y acerca a las almas, al igual que nos conduce a la modorra y con ella a la ensoñación...

Un lugar ideal la camilla, la que incita a crear y a escribir, dónde bien cubiertos por sus faldas dejaremos volar la imaginación, la memoria y la melancolía con los ojos perdidos en el horizonte de la helada ventana que nos aísla de pelacañas, humedades, fríos aguaceros y nevadas donde nieve. Y allí, bien acomodados, volveremos a las verdes praderas: nuestra niñez, los años mozos, la inolvidable mili a la que nunca quisimos ir y nos hizo hombres; aquel amor nunca olvidado, el beso de aquella noche; volver a ver a quienes marcharon para siempre: sentir, como si fuera ayer, con todo el cariño del mundo, la regañina de la madre que ya no está; aquel día que tu padre con lágrimas en los ojos te abrazó para darte la enhorabuena por tu fin de carrera. Soñar con las quimeras que nunca se lograron. Buscar en las penas un ápice de felicidad, penas que fueron fruto de una juventud inexperta y cómoda. La camilla predispone a lo entrañable, a la sencillez y a la fantasía que propician los días en curso e incluso a dormir los telediarios. Allí, y gracias a la ensoñación disfrutaremos de un boleto premiado por la Lotería. Acurrucados, veremos a los críos triunfar en la vida, aunque el jersey de gruesa lana que nos cubre luzca pelotillas como testigo de los años vividos, y las zapatillas caseras gocen de más paño que suela, al introducir en demasiadas ocasiones nuestros pies en el dichoso brasero, que agazapado nos dio su calor en las largas noches de estudio en otros días ya lejanos.

La camilla nos aleja del mundo y nos hace vivir la esencia del hogar, es intemporal y se adapta a cualquier celebración y por supuesto a cualquier festividad, excepto en los días del estío en los que pasará desapercibida y olvidada. Ocurre ahora, en estos días navideños cuando el tradicional "plato", cargado éste de tortas, turrones, cordiales y demás galguerías, preside y nos acompaña en el sopor posterior al café y por si alguien, deseado o no, se deja caer en obligada visita y nos hace levantarnos de tan privilegiado lugar. 

Abandonar las cálidas enaguas es un acto de heroica diligencia. "Permítanme que no me levante" y que haga un canto a la camilla desde su arrullo, que reivindique su existencia abnegada, en muchos casos, generación tras generación, y que les diga queridos lectores, que dónde esté una camilla que se quiten las afrancesadas chimeneas con todo su postín y boato de película de amor y lujo.

¡¡Feliz Navidad y que Dios reparta suerte, salud y prosperidad, la  que tanta falta nos hace, en el nuevo año 2022 que ya viene!!

Miguel López-Guzmán

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